jueves, 15 de diciembre de 2011

MLP


Mi último intento de confraternización con el poeta provocó el incendio de todas mis hojas en blanco y la muerte súbita de mi mano izquierda. Sólo nos vemos ahora si la acera es estrecha y el tráfico intenso, para darnos un gran abrazo y seguir a toda prisa olvidando aquel instante. Pero nos jode siempre la memoria a largo plazo, la bruñida MLP que relumbra en vano. ¿Para quién escribirá ahora sus poemas amarillos, sus manzanitas golden?, siempre dedicadas a un par de buenos poetas. Y él pensará, supongo, que aún sigo vivo y sin escribir demasiado.
En su casa terminó todo, con un chico recién premiado y estúpido sentado enfrente. Fingíamos cenar algo que no desprendía olor ni aroma. Sus libros, que no eran suyos, sino de otros que murieron y donaron sus restos bíblicos para ser viviseccionados por el pequeño poeta anatomista, debían protegerse de cualquier olor abrasivo que desprendieran alimentos cocinados al fuego. Tampoco permitía encender cigarrillos, ni eructar. Apareció su amante-ama de llaves y mi amigo, una única persona que comprendía un tránsfuga fiel a su delirio gravitacional y un individuo experto en introducir frutas y verduras en el ano del poeta. Una extraña bestia, mi amigo, que me divertía y sacaba de quicio al premiado, que cambió de sitio al volver del baño arrimándose al delfín.
Y todo terminó porque a nadie, salvo a mí, se le ocurre hablar de pragmática con un par de coccinellas septempunctatas. Los insectos que más simpatía despiertan en la palma de tu mano. Nadie osará nunca aplastarlos con el pie o la yema de los dedos. Noli me tangere. Cuánta belleza. Te abruman, dejan de ser insectos por un día. Son hijos de Dios. Son pura poesía.


sábado, 3 de diciembre de 2011

Poemas adhesivos


Ya no me gusta quedarme de pie en el metro y atusar mi pelo reflejado en el cristal de la ventana porque exhibe un poema adhesivo. Ni yo ni nadie del vagón se atreve a despegarlo y frotar con alcohol el resto de pegamento. Maldigo los versos de Mario Benedetti hasta Principe Pío. Los leo del revés, descuento palabras, identifico recursos manidos. Una lata de melocotón en almíbar. Quien han decidido por mí que la cultura debe estar en el trayecto de un metro es imbécil selectivo. Tan imbécil y selectivo como el metro del poema. …”estación en curva. Tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén”… Me apeo de la poesía adherente.


sábado, 19 de noviembre de 2011

El tanatorio dorado


A los provincianos nos gusta caminar temprano por Madrid. Un paseo desde la Gran Vía al Museo del Prado es algo inestimable, tanto como la cantidad de dióxido de nitrógeno que hemos sido capaces de inhalar en el trayecto y que ha de quedar para siempre en nuestro pecho. Y junto a ese plúmbeo recuerdo, el del extravagante desayuno en el Círculo de Bellas Artes rodeado de actores de televisión carentes de share.
Me recibe a la entrada de la ampliación del Prado la mismísima Catalina La Grande. Sí, aquella “fondona” ilustrada -su fondo albergaba la biblioteca de Voltaire- que se desplazó cómodamente en un trineo con biblioteca desde San Petesburgo a Moscú para convertirse en zarina, y que ahora los organizadores han denigrado condenándola a ser un mero chambelán a las puertas de la destartalada exposición de los “tesoros” del Hermitage. Des-propuesta convertida en refrito de obras maestras colocadas en fila india. Un deslucido paseo por las toallas de una concurrida playa de Benidorm. Un colapso, un Greco, un par de Rubens, un Caravaggio, ciertos Picassos, una pizca de Fabergé y algún que otro expresionista. Jarrones de jaspe dignos del mejor tanatorio de la M-30 y oro, mucho oro. No he notado el rigor de las estepas, y me hubiese gustado, pero el Prado se ha tomado tan en serio el frío siberiano que nos obliga a morir como San Lorenzo en estas minúsculas salas, por cierto, ignífugas. Así que decido sentarme y sofocar el calor abanicándome con un folleto de la exposición escrito en morse. La traducción vale cincuenta euros en la librería del museo, y es rústica. Me he acomodado, como Catalina en su trineo, frente a la Bebedora de absenta de Picasso. El síndrome de Stendhal parece no haber causado aún estragos suficientes y soy capaz de quedarme absorto ante este lienzo pintado del reverso en un anacrónico acto de reciclaje por parte del pintor. Me conmuevo observando cómo algo tan concreto y adscrito supera su estatismo y te abofetea dos veces. Me sigue dando miedo el despotismo de las obras de arte porque se dirigen constantemente a mí, y soy demasiado nada para rebelarme ante ellas. Termino agachando la mirada.


viernes, 7 de octubre de 2011

i-obituario


Eva cometió su pecado confeso sin tener en cuenta que aquel “pero” (que tantos disgustos le acarreó) caería en manos de un señor californiano que transformó su despreciable significado machista en el icono tecnológico del táctil paraíso siglo XXI. La cosecha del árbol prohibido, clonado con éxito en Silicon Valley, ha sido generosa y seguirá abasteciéndonos del dulcísimo placer del pecado per secula seculorum. En el cielo analógico no deben dar abasto instando a Lucifer a que nos lleve consigo a todos usando alguna aplicación tridentina instalada en su iphone de carcasa incandescente, tan de moda en Estigia.


viernes, 23 de septiembre de 2011

Low cost vitae


Hace unos meses viajé a Alemania y Chequia. Después Barcelona y de nuevo Granada. Un gran viaje sin requisitos ni desencantos. Pero barajé otros destinos, China entre ellos. Un país que anhelo conocer y al que mi vecina Paasilinna ya viajó hace unos años trayendo consigo mil fotografías y diminutos haikus que decoran aún las paredes de su encantador office orientado al sol naciente. También me tentó Nueva York después de oír a Florido, mi amigo compositor, recrear con tanto entusiasmo sus paseos por Times Square. Hasta aquí el frenesí de unos burguesitos inquietos sorteando distancias. Soplagaitas de low cost. Ego sum.
Troy Davis moría ayer ajusticiado por un Tribunal de Georgia (EEUU). Y me pregunto cuántos reos más podrían estar muriendo a la misma hora en otros lugares del mundo como China, Irán o Corea del Norte sin que se hicieran eco los medios de comunicación. El secretismo de estado de los países que practican la pena capital con respecto a sus ejecuciones dispara las cifras estimadas por las organizaciones internacionales de derechos humanos. Datos que me aterrorizan y me convierten en un ser obsesivamente vulnerable. Confieso mi terror fundado a la hora de poner un pie en países donde se vulnere la integridad física avalada por tribunales de justicia. No podré nunca visitar China ni Estados Unidos porque el miedo me paraliza las piernas. Siempre me quedará Europa… y una gran congoja.


Gracias, Bárbara.


martes, 20 de septiembre de 2011

Un sándwich de Rodilla





Como hoy es el día señalado por los católicos para recordar a los difuntos y he sufrido estoicamente la desconsideración de que vertiesen sobre mí siendo bebé una transustanciada cucharadita de agua corriente, actuaré de buena fe y redactaré un lacrimoso obituario.

“Marisa y su hermana vuelan con dirección a Barcelona sentadas detrás de mí. Desprenden una fragancia tóxica, una especie de radiación que anestesia mi pituitaria, poco acostumbrada a tener tan cerca un géiser de Chanel. He recolocado mi equipaje de mano para poder mirar hacia atrás con discreción y dejar que en mi memoria se cincelen las figuras de bulto de dos señoras policromadas de mediana edad. Ambas han educado su voz en la estridencia, única forma, después de su perfume, de que todo cuanta haya a su alrededor, personas y elementos, nos percatemos de que existen.  E la nave va.
La primera es muy feliz con su marido. La hermana no tanto, porque con menor frecuencia hertziana habla de su esposo en pretérito indefinido. Todo el pasaje tomamos nota. Poseen tierras, coches de alta gama, chalets, hijos rubios que juegan al pádel… Sus declaraciones de hacienda definitivamente son muy muy positivas. Describen su viaje juntas a Nueva York del mes pasado porque París resultó en la última ocasión muy aburrido y hacía mal tiempo… Y así fue como durante hora y media nos abrieron su corazón. Y nos dejaron claro que ellas, gracias a la gestión de sus maridos son las auténticas merecedoras del patrimonio universal.
- "Y recuerda, Marisa, que no podemos salir del aeropuerto sin llevar a la yaya un sándwich de Rodilla… que sabes que la encantan”.

Y el doloroso recuerdo de aquel país que alguna vez quise creer ingenuamente fue de todos nosotros, hermanos, salpica hoy de lágrimas mi rostro… A España, una y trina, que después de recibir Los Santos Sacramentos y la bendición de Su Santidad El Papa sucumbió al poder de sus legítimos santos varones, maridos oficiosos de señoras con cardado de gusano de seda. A todos dedico mi más sentido pésame.




domingo, 18 de septiembre de 2011

The bitter tears of Petra Von Kant


Le soy indiferente. Y tanto es así, que no ha dejado de mirar a los cocoteros que rodean la piscina del hotel mientras he bajado la escalera y arrastrado mi trasero por el poyo sumergido del jacuzzi hasta terminar sentado junto a ella. Y no es mi gusto, sólo que donde está postrada las burbujas parecen más enérgicas y espero obtener más beneficios en el coxis. Agua con gas, oxígeno insuflado, placer de los placeres. Y sigo sin entenderlo. Si cada uno de nosotros posee un sinfín de músculos faciales capaces de infundir en quien te observa infinitas emociones, ¿en qué lugar quedaron los impulsos nerviosos de esta señora?, ¿por qué su rostro sólo es capaz de exhibirse como una máscara mortuoria?. Mientras asumo mi cero a la izquierda, la descosida piel que envuelve a un octogenario teutón se sumerge no sin esfuerzo también en la sopera. Y es cuando Petra Von Kant abandona sus amargas lágrimas para revelarse en una incandescente Gunilla Von Bismarck y obsequiar a él y sólo a él una sonrisa tan enorme que casi le desgarra el rostro. Petra es como una moneda, sólo tiene dos caras, impertérritas, inequívocamente alemanas. Y a mí me salió cruz.


domingo, 11 de septiembre de 2011

Coma. Punto y aparte


Llegué a pensar incluso que estaba tocado por la “suerte” de marcharse sin avisar. Estupefactos se han quedado algunos cuando les hablaba de su mirada cadavérica imperceptible a ojos de los demás; otros, estoy seguro, guardarán cortésmente mi excentricidad para los futuros descréditos inherentes a la extinción del afecto, tan común en los casos de  confrontación con el discurso paranoide de una persona desesperada. No me importó, seguí diciendo idioteces y llorando con desdén o sin él, viendo que la única persona que amo seguía inconsciente en la cama de un hospital rescatada por tubos de plástico conectados a sofisticadas máquinas con display azul ultramar. Sólo podía ver un cuerpo humano disolviéndose, injertado a las raíces mecánicas de una planta venenosa e impregnado en notatum.
Después de dos meses vuelve a estar a mi lado. Y la sensación de confort es apabullante al verlo despierto relamiendo su vigilia, relacionando de nuevo ideas y objetos que se revelan imprecisos, desafiantes. Hecho durante cuarenta años, si te deshacen de pronto compruebas que las piezas desgastadas no encajan cómodamente. Buen momento para elegir la transgresión, pero ante tanto esfuerzo decidimos construir de nuevo el puzzle  mirando fijamente las plantillas, las fotografías, radiografías y registros de voz existentes, las decisiones ya tomadas con respecto al mobiliario. Aún así le invito a todas horas a viajar, a arrojar las representaciones por la ventana, a deconstruirnos lentamente, a vivir sin tutorial, a improvisarnos de una vez.


viernes, 22 de julio de 2011

HELLRAISER


Hace unos años me sodomizaba en una playa melanómana de Cádiz con el “Tinto de verano” de Elvira Lindo arrojado a cara o cruz en la toalla. Creo recordar que ese mismo verano colapsé además mi serotonina con otros pliegos susceptibles de papiroflexia como “El diario de Britges Jones” y algún que otro esputo de Rosa Montero. Historias de mujeres, hembras, féminas, dóminas… o como según cada ideología mutante quiera llamarlas… Cuántos desternillantes relatos de emanci-capadas- trabajadoras que sufren con el desdén de sus machos dominantes o llamémosles también poderosos intelectuales que sufragan cenas y viajes a Harrod´s cada dos por tres. Más de lo mismo venido a menos, historias finitas, mierda. Una literatura oleaginosa que busca la identificación de sus lector@s con las hilarantes señoritas que recrean manidas escenas de Almodóvar aspirando (de aspiradora) a una vida mejor.
Nada que ver con la historia que ayer mismo me contaba mi amiga Hellraiser, dependienta de las urgencias de un hospital donde pasar un fin de semana con encanto. No entiendo cómo El País Aguilar no ha publicado aún una de sus guías asignando estrellas a los lugares que en España más frecuentamos con toda la familia unida… En fin, al grano. Mi amiga sufrió un desencuentro con su pareja “estable” hace unos años y huyó despavorida de la ciudad donde vivían juntos, abandonando trabajo -altamente remunerado-, amigos, y red social en general (peluquerías, gimnasio, pastelerías, y deportes acuáticos). Cayó de bruces después de entregar su currículum mortis en el mostrador del povidona-bristot donde trabaja ahora. Mutada en El Ermitaño de Lobsang Rampa se alimentaba de té y arroz hervido para limpiar su espíritu de malos pensamientos y convertirse en la Clara de Heidi que algún día abandonaría su sillita embriagada por el frescor de la hierba y el tonificante aire de los Alpes. Pero entonces, y sólo entonces, por arte de birlibirloque la Consejería de Sanidad Andaluza destina a su exmarido al mismo hospital y lo sienta durante dos años frente a ella en lo que ahora sueña se convierta en una sillita eléctrica. 

sábado, 9 de julio de 2011

Obsolescencia programada


Anteayer recibí una nueva dosis de morfina, indolora. Hoy me derramo, como el plato de una planta regada en exceso, y tengo la sensación de pesar dos veces mi propio peso. Mi psicomotricidad es la de un gigantesco manatí con pequeñas perdidas de conciencia. Si te atreves a mirarme descubres que no sonrío, y que soy capaz de hablar con fluidez, aunque de nada importante.
Recuerdo que anoche me quedé dormido viendo la televisión, una película documental de dos horas de la que sólo pude ver la mitad, o incluso menos. Despertó mi atención el que hablasen de la “Obsolescencia programada”, un siniestro planning internacional articulado por Phoebus (que aún existe con otro nombre impreciso), consistente en producir artículos de consumo -una bombilla como ejemplo- de forma que su vida útil esté programada para su autodestrucción en el menor tiempo posible, obligando al consumidor a adquirir un nuevo producto con el fin de generar industria y reactivar la economía. Esta dinámica surge tras el krack del 29, se mantiene hasta nuestros días, y sostiene el sistema de consumo. Pude ver las primeras imágenes de mi vida de Edison, describiendo su invento (exento de caducidad) y cómo a continuación se emitían las imágenes de un pueblo americano donde celebraban con todos los honores la vida útil de una bombilla fabricada antes de la conspiración de Phoebus que permanece encendida desde hace 100 años en el recinto de un cuerpo de bomberos. No recuerdo más, sólo que me dormí indignado.
Hace unos días estuve en Berlín. No conocía la ciudad, ni tampoco el país. Ni visité la planta de Osram. La imagen de la ciudad perfecta me acompañó durante todo el viaje. Es el único lugar donde la vegetación se apodera de la ciudad. La invade (no es palabra heroica), y no al contrario. Un viaje en metro te sumerge en la oscuridad durante unos minutos y de pronto te traslada atravesando un bosque. Así. Pero Alemania fue el primer país en someterse a la Obsolescencia programada. Ahora siento confusión, un placer extraño. Hoy me he despertado con la obsesión de que un cuerpo de bomberos sufragado por el estado venga sigilosamente a aflojar el casquillo de una existencia obsoleta como la mía, demasiado programática. Las clases pasivas no generamos industria, me temo. 

jueves, 2 de junio de 2011

EPÍTOME

Como un insecto en su vaina listo para la vivisección, pasó la noche. Por la mañana se quedó despierto un buen rato, atenazado por una extraña sensación de frío calor, pávido ante la idea de sumergirse de nuevo en el orbe que infestaba su existencia obligándole a transitar de ordinario por el cenagoso entramado de las arterias de Madrid. Había soñado con su otro yo, sumido ingenuamente en el placer de una insidiosa conciencia onírica. Sueños enfáticos, al fin y al cabo, que convertían al hombre dúctil en un fauno, y del que no quedaba más cuando despertaba que una ráfaga inaprensible, presa de la terquedad de un pusilánime ávido de inapariencia. Su estómago se contraía y distendía en pausados movimientos peristálticos audibles en toda la habitación y semejantes al graznido de un pato. Miró de nuevo sus manos de mandril. Se apoyó en ellas para incorporarse y le provocaron un dolor insoportable. El ácido úrico cristalizaba en sus extremidades y le desgarraba como un arpón cada falange de los dedos. Se deslizó hacia arriba con dificultad y apoyó la espalda en la pared. Estiró los brazos y las articulaciones emitieron un chasquido sordo. Miró a su alrededor, a los restos de la cápsula quebrada de un argonauta inundada de libros expiatorios que le habían llevado a la absoluta desesperanza. Lecturas dóciles de novelas con denominador común; nauseabundos tratados de filosofía que se apuñalaban continuamente por la espalda; severos manifiestos de un niños ascetas; afrentas entre una ciencia empírica, taxidérmica, y compasibles credos ortodoxos. De cómo la locura se expande cada vez que su organismo inhala la fragancia absenta de un epítome.
La personificación de un sujeto anónimo suponía grandes molestias para la secretaria interina del primer piso. El cortejo de ánimas al que cada día malograba debidamente gracias a su adoctrinamiento estigio le llevó a pensar de sí misma que no ejercía un trabajo digno sino escasamente remunerado. Sus glándulas no secretaban saliva, se trataba de un líquido ácido y viscoso que le apestaba el aliento y teñía su lengua de un color indeleble. De ese aparato excretor era capaz de surgir la melodía precisa de una clepsidra o el más profundo exabrupto en consonancia al individuo a quien rendía cuentas. Llevaba sujeto al pelo una libélula de bisutería. Sus ojos avanzaban haciendo retroceder la nariz y la boca hasta hacerlas casi imperceptibles. Vestía un adusto traje de chaqueta color corporativo y unas botas de piel vuelta que limpiaba cuidadosamente con un paño impregnado de amoniaco antes de salir de casa. Ese olor la acompañaba durante el trayecto en autobús y desaparecía lentamente evaporado por el calefactor de su mesa. No habría pasado demasiado tiempo hasta que restregándose por las ciudades financieras cayera de nuevo en cualquier otro lugar ungida de un nuevo color corporativo. Pero aún permanecía allí porque debía morir.
Consiguió incorporarse y se quedó sentado en la cama. Quedaba muy poco, un tiempo que se consume tan rápidamente como los cigarrillos que apestaban su ropa. Saber que has de proceder le resultaba inhumano, porque cada acción se demarca en una imperceptible franja horaria, precisa en latitud y longitud, que atraviesa la tierra de un extremo a otro y corta con su eje afilado a los sujetos por la mitad. De esas mitades se construye un todo, un ser cercenado universal, un prototipo industrial que consume energía y genera riqueza. Un judío errante que gravita las coordenadas del planeta sumido en la propaganda cinética del sistema sexagesimal, y de la que es imposible huir atraído inexorablemente por la fuerza de una feroz gravedad que se alimenta del ínfimo peso específico del individuo aislado. Saber de sí le convertía en una presa fácil. Los demás se ignoran a sí mismos de forma sistemática y consiguen vivir en dimensiones que rozan la realidad tan sutilmente que pasan desapercibidos. Pero no poseía esa facultad. Sus días formaban parte de una muerte milimétrica. Nada sucedía en suma. Todo constituía la disgregación de su ser animado. Esta reestructuración cognitiva había degenerado en una presunción de culpabilidad, en el error de estar presente. Creía haber perdido el juicio porque nadie vivía en regresión, salvo él mismo.
La secretaria interina del primer piso ordenaba los expedientes de los operarios, del mismo modo que su inmediata superior ordenaba la pila donde se hallaba el suyo, y así ascendentemente hasta alcanzar las plantas superiores, donde todos los expedientes del edificio se generaban en estancias minimalistas a través de palimpsestos en los que se sobrescriben nombres y apellidos y cifras liquidatorias. Un indolente juego documental donde nadie sale ileso. La libélula que adorna su pelo, en aquella otra dimensión, no sabe nada del mundo que la rodea. Es un objeto inanimado que insufla aliento como un científico que conecta su puzzle orgánico a un pararrayos. La esperanza de vida de la secretaria no va más allá de unos meses. Su intenso dolor en la zona parietal es atribuido a las jornadas frenéticas de trabajo. La libélula, mientras tanto, se sujeta con una orquilla a la zona capilar que recubre un tumor, e induce un parasimpático efecto placebo asociado al culto ancestral a la belleza.
Salió del apartamento a primera hora citado por la secretaria, libélula y tumor de su empresa. Cronometró el tiempo necesario para tomar un café. Los hipoglucémicos, de manera inconsciente, poseen el instinto de consumir dosis elevadas de azúcares que reponen su glucosa. Reactivada la psicomotricidad del individuo aislado se dirigió deprisa a la parada del autobús circular. 

miércoles, 1 de junio de 2011

La morada de Circe. (Inconcluso)


            

     El hedor a cigarrillos y orina de gato no ha desaparecido aún de mi ropa. Mi primera reacción ya fue huir escaleras abajo durante la primera visita, cuando abrió la puerta y me abofeteó su olor y aspecto lamentables. Pero debía persuadirla de que me recibiese durante unos días, y para ello fue preciso saciarla astutamente de constantes brotes fingidos de ignorancia que estimulaban su discurso prepotente. De otro modo no hubiese obtenido nada, como le había sucedido en varias ocasiones a ciertos colegas insensatos que pretendieron acercarse a ella. Cómo llegué allí no importa, cómo desacredité a mis compañeros para adjudicarme la empresa tampoco, sería bochornoso relatar aquí el transcurso de un atentado periodista disfrazado de investigación. El reconocimiento es lo único que me ha importando desde el primer momento. Y ya basta.

Nada correspondía con la imagen que había creado de antemano. La imaginé sentada, erguida, con herramientas de escritura dispuestas sobre una mesa. Y lo cierto es que, a pesar de haberlo tenido todo, ahora sólo poseía un catre donde escribía a horcajadas en el reverso de folletos publicitarios, además de cientos de cajas de madera repletas de libros que asfixiaban la habitación; cajas de pescado que robaba en el mercado y cubría con papel de periódico. Las apilaba una encima de otras sin equilibrio y algunas se habían despeñado haciéndose añicos. El gato orinaba sobre todo lo que había en el suelo, mordisqueaba las esquinas de los libros y cagaba sobre las hojas que se desprendían de los legajos que habían golpeado el suelo. Nada de esto tenía que ver con ella. Arrullaba al animal con estúpidas canciones infantiles y le arrancaba serenamente las bolas de pelo con la yema de los dedos para arrojarlas al suelo. Me ofreció una taza de té abominable calentado en un cazo y casi no pronunció palabra hasta advertir el entusiasmo que le dejé entrever, propio de un insignificante investigador que se había propuesto extraer de aquellas entrevistas la constructio de una escritora cuyas obras habían generado tanta controversia durante décadas gracias a su implacable transgresión de lo convenido al género, la vida defenestrada de sus personajes y un desdén proscrito que turbaba a sus lectores hasta llevarlos al paroxismo convertidos en fieles bestias insaciables de los productos en serie de aquella pestilente morada de Circe.
Urbina era Checoslovaca, de origen judío convertida al catolicismo con catorce años en un orfanato de Praga. Doctora en filosofía, sus provocadores ensayos la llevaron a impartir clases en la universidad hasta cumplir los treinta años. Fue entonces cuando abandonó su carrera para dedicarse únicamente a componer narrativa. La crítica blandió su trabajo como una “labor compositiva” debido a la musicalidad que denotaban sus textos y conminó a cientos de especialistas entusiasmados por toda Europa a redefinir un género detestado por su obsolescencia. Casi toda su vida había escrito con pseudónimo. Un nombre ridículo que pasó desapercibido los primeros años para luego convertirse en el paradigma de medio siglo. Sus novelas eran traducidas a cualquier idioma, y surgieron hordas de escribidores que multiplicaban los intentos por aproximarse un ápice a su “estilo inverso” sin éxito alguno. Lo cierto es que sus obras conformaron un género sin precedentes, y convulsionaron el mercado logrando que hasta el más imbécil detentase alguno de sus libros, que la mayoría de las veces eran abandonados en sus primeras páginas. Dejó de publicar en 1970.

*
Serendipia en una palabra que detesto porque se prodiga en el vergonzoso léxico cienticifista que hincha la lengua como una reacción alérgica. Pero debo reconocer que no he hallado ninguna otra que se adecue a lo que sucedió un par de meses atrás durante la visita a una librería de segunda mano camuflada entre los pequeños escaparates de numismática de la calle Toledo. Entré por casualidad, llamó mi atención un volumen de Athanasius  Kircher expuesto en un atril de la entrada. Entonces escribía un artículo sobre la biblioteca esotérica de Sor Juana que me encargó una revista mensual de supuesta “divulgación científica”, pero cuyos colaboradores se explayaban de madrugada en programas televisivos dedicados a la astrología y otras mierdas. No soy un gran lector, ni siquiera un lector ocasional, cualquier libro que ha caído en mis manos era extracto de las bibliografías académicas pertinentes a mi formación, tal vez ahora conclusa. He leído novelas, es cierto, pocas e insufribles, y siempre por pura cortesía al tratarse de regalos de buenos amigos sin escrúpulos. Una de ellas era de Urbina, la única que logró conmoverme y que a punto estuvo de llevarme a la torpeza de adquirir yo mismo otro ejemplar, a precio de oro, como hacen tantos y tantos incautos que me rodean y a quienes las editoriales inoculan reiteradamente sobrevalorados productos industriales malparidos en mesas de disección. No soy crítico ni nada parecido. No tengo criterio, sólo una mala leche de la hostia. Necesito desacreditar sistemáticamente, poner en evidencia, humillar si es preciso. De no haber sido así, cualquier otro ocuparía mi mesa en la redacción. Son malos tiempos y he sabido adaptarme a esta abrasiva dinámica de la prensa sin demasiado esfuerzo. 
El individuo que atendía la librería tenía las uñas sucias. Quienes manejan libros acaban con la piel destrozada porque la sequedad del polvo encurte las manos y les confiere un aspecto senil, artrítico y repugnante. Parecía un buen hombre a pesar de todo, diligente y educado, aunque hablaba demasiado. Era evidente que no vendía un carajo porque necesitaba impresionarme a toda costa en su afán desesperado por captar clientes. Un buen librero me habría ignorado después de entregar la mercancía, pero el buen señor se quedó a mi lado expectante. Quería decir algo. Seguramente nada que me importase en absoluto más allá del Kircher de los cojones. No pudo contenerse y se ofreció a compartir conmigo una confidencia. Le miré de reojo y arqueé la ceja para advertirle de mí. Pero franqueó mis muecas y fue a lo suyo.
- ¿Sabe, joven, que un ejemplar como el que tiene usted en la mano lo envié hace unos días a casa de la escritora Urbina?.
- ¿Para qué?, dije.
Y contentó en un susurro. - Pues para “eso” que ella hace…-
- ¿Qué es “eso”, joder…,  ¿a qué se refiere?.
- A sus “escrituras inversas”, ¿no lo sabía?.
La conversación fue a más. Aquel pobre imbécil conocía bien a Urbina. Fue su amante ocasional, un hijo de puta que se la estuvo follando y movía el ratón vilmente para desactivar el salvapantallas mientras ella estaba en el baño y leer a toda velocidad el texto que aparecía en la pantalla de su ordenador.

*
Durante un mes acudí cada mañana a su apartamento. A veces me quedaba en el portal durante media hora tocando el interfono. Urbina consumía bromazepam y le costaba levantarse antes del mediodía. Se esforzó demasiado por complacerme. Ahora sé que no era cierto, porque la realidad es que se complacía a sí misma. Se hundía en la mierda y necesitaba dinero para subsistir, pero se trataba de una diosa, aunque bien pertrecha, y su rango exigía moldear con excelencia a su nuevo valido con forma de pusilánime redactor de obituarios. Pobre ingenua. Al principio sólo habló de sí misma. Dictaba su biografía sin que yo se lo pidiese. Le prestaba atención y garabateaba un cuaderno que tiré más tarde a la basura. Me importaban una mierda su vida académica,  sus viajes, su cordial correspondencia con escritores velocistas a quienes nunca se le practicaban pruebas antidoping, sus obrigados premios literarios, sus dolorosas menstruaciones. Las vidas no merecen contarse porque todos somos la misma persona recreada por un único pintor. El color y la textura pueden llamar la atención tanto o menos según la luz donde estemos expuestos. Entre un ser anónimo y una escritora no hay ninguna diferencia, tan sólo un rastro de babas.
El librero de la piel curtida me produjo una convulsión. Alimentó sin medida durante media hora la maledicencia potencial a la que vivo expuesto. Apresuró éste mi deseo incontrolable de urdir fastuosos descréditos desvelando  secretos que jamás donaría en ningún futuro a la ciencia, únicamente harían bulto en mi henchida mala fe. No cuestiono la razón de vivir en un lugar donde la carroña es el leitmotiv. Todo el mundo disfruta contemplando el horror de las vidas ajenas, y a veces les sugiere un bienestar del que por sí mismos no sabrían percatarse. Es tan simple que abruma. Mi cuestión es otra más simple aún, sentirme superior a los demás y aniquilar las vidas de los otros. Es divertido vivir al acecho apaciguando a la presa que voy a devorar.
Las visitas se hacían cada más insoportables. La cortesía y las confidencias me provocaban nauseas. Resultó tan mezquina que no tardó en revelar su experiencia con “el ábaco literario”. 

martes, 10 de mayo de 2011

A PROPÓSITO DE HENRY

El día de su cumpleaños recibió de manos de su tía un cuaderno ENRI color GRIS de hojas cuadriculadas. Mientras tanto, en la peluquería, su madre cubría sus cabello GRIS con tinte HENRY Colomer y en la televisión, que aún emitía en escala de GRISES, se hablaba continuamente de HENRY Kissinger. En esa época (h)enri(y) gris se obsesionó con una idea. En el patio podía resguardarse del sol bajo una parra lleva de avispas, a las que había aprendido a no molestar para que ellas no le molestasen a él. Había además un celindo, un ciruelo y un chirimoyo. Ya podía llevar pantalones cortos porque empezaba a hacer calor. Solía sentarse en una sillita de anea frente a una mesa rudimentaria de madera que medio podrida su padre había dejado en el patio. Debió arder en la chimenea, pero su madre la llenó a tiempo de tiestos con esparragueras, cóleos, pilistras, y latitas vacías que usaba para regar. Las plantas crecían hermosas trasplantadas en tierra traída de la orilla del río mezclada con posos de café de pucherete.
La gran empresa consistía en escribir en su cuaderno todos los números que existen. Primero hizo una columna vertical: 1, 2, 3, 4, 5,… pero no le salía recta a pesar de las guías del papel. Enfadado, comenzó a escribir en horizontal: 152,153,154,… Los números se apretujaban demasiado y los comenzó a separar por guiones: 687-688-689… El bolígrafo Bic se quedó sin tinta en el 25.694. Siguió escribiendo con lápiz y a la mañana siguiente borró con una goma Milán de sabor a nata todos esos números propensos a emborronarse porque encontró en su estuche otro bolígrafo escondido bajo un semicírculo graduado. Retomó: 25.695-25.696-25.697-25.698… No salía a jugar con el resto de los niños del barrio. Les oía gritar y darse golpes detrás del muro que cubría el celindo. El cuaderno empezó a quedarse sin hojas a partir del 694.854. Y es que unos días los números le salían muy chiquititos y otros demasiado grandes y gastaba la hoja enseguida. Dudaba de si una vez que llegase al millón fuese capaz de escribir números de tantas cifras sin equivocarse en el puntito.
Aunque no salía a jugar, sí iba al colegio. Allí recibía clases de matemáticas de una profesora tan pequeña como él. A veces en el recreo pasaba desapercibida y era descalabrada con frecuencia como el resto de los niños. Ese año cursaba sexto de EGB. Las matemáticas empezaban a inundarse de signos desconocidos. Ya conocía el concepto de ecuación, que no tuvo ningún problema en comprender y asimilar como el buen alumno que era. Hacía bien todos los días sus ejercicios que la profesora diminuta marcaba con unas gigantescas uves de “visto”. En muy pocas ocasiones el color rojo de la M de “mal” estropeó su cuaderno. Una mañana el mundo se le vino encima. La profesora dibujó en la pizarra una especie de antifaz y comenzó a explicar su significado. Se trataba del símbolo infinito. Significaba “todos y cada uno de los números”. De un solo trazo su trabajo de artesano se derrumbó para siempre. Quemó el cuaderno y comenzó a molestar a las avispas. 


domingo, 8 de mayo de 2011

AD DIGNITAS PERSONAE

La pluma Montblanc, modelo para la Edición de Escritores, en laca jaspeada color verde oscuro realzada por adornos plaqué platino, creada en homenaje al librepensador irlandés George Bernard Shaw era, precisamente, lo que andaba buscando. Rogó a la dependienta que la extrajese de la vitrina. La chica se enfundó unos guantes de raso blanco impoluto y limpió cuidadosamente la estilográfica con un pañito de gamuza antes de mostrársela. Quedó maravillado. Confirmada la venta, la introdujo en su molde de terciopelo, cerró el cofre y lo envolvió en papel de gasa. El día anterior había encargado unos pliegos de celulosa canadiense de alto gramaje, color sepia y con una gran capacidad de absorción que evitaba las concentraciones de tinta. Se los traían del almacén en ese momento. Satisfecho con sus compras se marchó a casa.
El escritorio de Su Excelencia era de caoba maciza. Tallado en bulto. Sin una brizna de polvo. Un vade de piel bovina, un tintero viejo París y un candelabro de lágrimas Swarovski se disponían sobre la mesa en forma de triángulo equilátero. Tomó asiento, redujo la inclinación del respaldo y acercó el sillón a la mesa. Extrajo de la bolsa su flamante Bernard Shaw, su exclusivo papel y plenamente inspirado comenzó a redactar un ensayo que titulaba así:
“La nueva doctrina de la fe: Bioética. AD DIGNITAS PERSONÆ”


miércoles, 4 de mayo de 2011

JUDITHA



El intervalo formado por la sensible y el cuarto grado por debajo (cuarta aumentada) o el cuarto grado por arriba (quinta disminuida) se llama trítono, es decir, tres tonos. Tiene una forma particular de sonar y fue observado con desagrado en la época del contrapunto estricto, en la que se le llamaba diabolus in musica (diablo en música). La aspereza de su efecto era mitigada o evitada con la consecuente habilidad. 
Walter Piston. Armonía. 


Mis dientes de leche desgarraban sus pezones, que habían alcanzado el tamaño de un dedo meñique. No le importaba, porque sabía que el poder de succión de mi tórax expandido era mayor que el de aquel instrumento en forma de bocina. Me obligó a mamar hasta los seis años. Alquilaba sus tetas a otras madres que estaban secas. Cuando en el pueblucho dejaban de parir me sacaba de la cama y pellizcaba mis nalgas para que siguiera de pie, entre sus piernas, con la cara aplastada contra aquella masa varicosa y cerúlea, estimulando el flujo día y noche. El camarero viene hacia la mesa. Le he pedido media hora después de sentarme un café solo. Me da asco la crema que flota en los vasos. La expurgo con las cucharillas y las vierto en los ceniceros. Tampoco me soportan en este lugar. Doy asco a los demás. Por alguna extraña razón aún conservo los mismos dientes de leche, deformes, como un embudo deseando salirse de la boca. Fumo echando la ceniza en el plato, no quiero que se empape el cigarrillo. Aún me dan más asco los ceniceros inundados de café. Juditha viene hacia aquí caminando, aunque le dije que tenía prisa. Ella que no quiso mamar y creció enjuta. La alimentaron con lo único que tragaba, pan duro y café negro hasta que la dejaron en el hospicio. Cuando la vieron llegar las monjas pensaron que le traían un reptil. Ha vivido reptando desde entonces. Los días de lluvia quedamos en este lugar para insultarnos. Repartimos la nada en dos partes. La porción de cada uno aumenta o disminuye según el odio que nos profesemos. La última vez que la vi traía dentro del bolso un jarabe, un líquido ferruginoso que la impedía morir de anemia. Tuvimos un hijo, un gecko. No sabemos nada de él. Juditha lo parió deprisa y se le escapó de las manos. Se marchó resbalándose hasta otro lugar. Puede que también, como nosotros, muriese ahogado en este bar de los sargazos. Los veladores tienen el mármol fracturado y las sillas se balancean dando chasquidos. La luz pasa de largo. Es un buen lugar para sentarse a morir aciago. Para notar que la sangre se oscurece y se pudre. Para sentir cómo las larvas eclosionan y licúan tu masa encefálica. Un buen lugar para sentir la oquedad de las vísceras. Ha entrado Juditha cubierta con una gabardina. Muda la piel y acostumbra a vestirse de sus despojos. Me ha dado un beso en la mejilla. Se queda mirando a sí misma. Durante años la he masacrado explicándole enojado el significado de sus propias palabras, y por eso ya no dice nada. Los gases desprendidos en mi descomposición la intoxicaron para siempre. Enciendo otro cigarrillo. El humo vuela hacia ella y se mete en sus ojos. Espera aún que la perdone por haberse marchado sin abandonarme. La conocí en los jardines de Bomarzo. Ya había desechado media vida. Le quedaba otra mitad, de la que yo me hice cargo enseguida. Me resultó atractiva. Reunía las condiciones para subyugar. Su cólera envolvía cualquier atmósfera y la enrarecía en unos segundos. Solamente sus ojos eran capaces de abrirte en canal. Vivió unos años rodeada de extractos binarios de una base de datos estatal que hacían las veces de padres y hermanos. Eran de goma. Los botó y salió de allí. Su organismo desorganizado le impidió vivir como una puta, nadie daba una mierda por horadar una esfinge grutesca. El camarero le pregunta si tomará una copa, no café. Se contrae como una oruga y empuja la mesa con los pies. Sufre trastornos motores. Pide salir de allí. Dejo unas monedas en la mesa entre cien bolas de servilleta y nos vamos. La lluvia sigue afuera, esperándonos. Caminamos a distancia, repelidos. Nos extendemos por la avenida como una epidemia. El mundo se cobija de nosotros en una madriguera. Allí organizan equipos, sociedades, ecosistemas, peceras, comunidades, paisajes endémicos, reductos, empresas, y mueren empachados de sí mismos. Juditha obtuvo sin esfuerzo otro hombre antes que yo. Un estibador que trabajaba de noche. Le dijo una sola vez que la quería. Lo ahorcó con un rudimentario juego de poleas y lo dejó suspendido bajo una grúa desguazada de la antigua estación portuaria. La lengua se le hinchó como a un batracio. Me dijo que su balanceo le recordaba a la cadena oxidada del water de las monjas. Lo dejó allí hasta que la cuerda cedió por la sobrecarga de fluidos. Días después arrastró su cuerpo desmembrado y lo arrojó entre las piedras del espigón. Ha dejado de llover. La miro por detrás. No tiene culo. Durante los años que vivimos juntos hicimos el amor dos veces. En una ocasión sin motivo aparente y la segunda dejándose llevar por un precario impulso reproductor. Sufría tremendos dolores en la vagina. Cuando llegó al orgasmo su columna vertebral se arqueó hacia atrás con tal violencia que rodó al suelo. Se quedó allí mientras yo dormía. Cuando desperté tenía sangre seca en las ingles. El hedor de su sexo había inundado la habitación. Recordaba ese olor, era el mismo que inhalaba entre las piernas de mi madre. Yo trabajaba entonces en un local de apuestas a dos manzanas del apartamento. Volvía de madrugaba y Juditha seguía despierta, con los mismos ojos de siempre apuntando a dianas móviles. Se detiene bajo un árbol. La alcanzo. Sujeta el paraguas con dificultad, el viento dispara una lluvia diminuta en todas direcciones. Me obliga a seguir andando. No sé hacia dónde vamos, la sigo sin más, y pienso de nuevo en el suicidio. En esa universal ecuación de infinitas variables. La mente es preclara cuando se constriñe en el abismo de las progresiones aritméticas. El binomio irresoluble de la caridad humana entre sujetos inermes sólo conduce al exterminio. Nadie ha sabido de las incógnitas de Juditha, de su capacidad para hacer de la línea recta una curva concéntrica, de su malestar ante lo resoluble, de su odio por las geometrías. Cuando la conocí sus células habían dejado de regenerarse. Moría de sí misma. Reuní dinero suficiente para dejarle hacer a ella. Bajo la gabardina escondía un revólver. Antes de citarla en el bar le advertí: no tengo tiempo para quitarme la vida, he de volver al trabajo. Perdí la razón en cuanto tuve conciencia de ella, del mismo modo que mi madre murió al darse cuenta de que se había quedado seca de forma irreversible. Axiomas que han devastado mi existencia. Valerme de una frágil intuición imitando un instinto de supervivencia del que no se te ha provisto me hizo envejecer prematuramente. Me adherí a Juditha como un parásito. Su oscuridad hacía que todo cuanto me rodeaba se desvaneciese en su inframundo. Devoraba cualquier cosa, también mi angustia. Se hizo cargo de un animal atropellado que pronto recuperaría la fuerza de sus mandíbulas. No me hice esperar. Miné su existencia con arrebatos de ira que ella transformaba en agente taxativo de su propia dinámica autodestructiva. Los recibía sin conmoverse, con la misma naturalidad que los cuajos de sangre que expulsaba cada vez con más frecuencia. Juditha me espera frente a un gran edificio. Me sujeta del  brazo y entramos juntos. Guardaba las llaves junto al revólver. No he estado nunca en este lugar, aunque su fachada me es familiar. Es de color blanco, decorado con cornisas y Atlantes de piedra tallada. Subimos por la escalera. Ha dejado el ascensor abierto. Entramos en uno de los pisos. Me ha dado tiempo a distinguir una placa dorada junto a la puerta. Cierra con llave. No responde cuando le pregunto qué hacemos aquí y quién es el dueño de esta casa. Desaparece y me deja en medio de un salón inmenso con una gran pecera. Está llena de agua turbia y no hay nada vivo en su interior. La depuradora sigue en funcionamiento y produce un ligero oleaje en la superficie. Flota un humus grisáceo, restos de comida putrefacta. Oigo ruidos que proceden de otra habitación. Juditha vuelve con una escalera plegable en forma de A y cinta adhesiva. Continúan oyéndose ruidos en otra habitación. Con un gesto me indica que me acerque a ella. Me sienta en uno de los peldaños de la escalera. Me ata ambas manos a las barras laterales. Aprieta con fuerza. No muestro resistencia. Una cálida sensación recorre mi cuerpo. Tengo una erección. Mi polla me hace daño atrapada en el pliegue de los pantalones. Ata mis pies. Ya no puedo moverme. Del otro lado se sienta Juditha y traba con fuerza tres de sus extremidades. Deja el único brazo libre colgando con el precinto color mierda de bebe en la mano. Emite un sonido parecido al orgasmo. Entra un joven en la habitación.  Tiene la boca pequeña y los ojos desorbitados. Suda. Saca el revolver del bolso. Le ata la mano y después nos une por el cuello dando vueltas al precinto aplastándonos la tráquea.. El gecko nos observa unos segundos. Detona el arma con el cañón dentro de mi boca.

jueves, 28 de abril de 2011

Carta a Pola Oloixarac

Epístola cogitabunda.-

1. Discursiva entomoyacente.
Pola, me preocupa el riesgo que supone escribir esta carta. Tengo miedo a molestarte, como esos insectos que aparecen de no se sabe dónde y empiezan a revolotear alocados alrededor de una luz encendida. Si tenemos paciencia, su propio instinto reproductor nos librará de ellos. Sólo hay que esperar a que acaben colándose por el ojo incandescente y mueran, de un chasquido, abrasados. ¿Nunca has soplado, antes de cambiar una bombilla, el lecho putrefacto que se acumula bajo el casquillo? Que yo muera o no calcinado dependerá, Pola, de tu luminiscencia.
2. Discursiva binario-nihilista.
Los aparatos electrónicos poseen un botón camuflado a la vista que sólo puede accionarse con objetos de punta muy fina. Es así para evitar accidentes. Si necesitamos localizarlo hay que recurrir, casi siempre y con desgana, a los manuales de instrucciones que dejamos envueltos en el plástico dentro de un cajón. Te hablo, Pola,  de la muerte súbita, del botón reset. Alguien ha accionado el mío sin querer.
3. Discursiva prístinopractor
Ya tengo cuarenta y un años y he sufrido la transición de mi país. Mi educación se ha forjado en medio del fuego entrecruzado entre intelectuales sincrónicos e intelectuales cuasidiacrónicos. Arengas a diestro y siniestro. ¿Y cuál el resultado? Me avergüenzo sólo de pensarlo, aprender literatura extraída de departamentos estancos, desde los cursos de primaria hasta llegar a la universidad. Esta olla express metodológica cuenta, porque sigue siendo así, con más de un punto de fuga, pero nadie se digna en purgar el excedente de vapor, y yo no fui o he sido capaz de incitarlos a ello. Terminé abandonando mis estudios universitarios en el último curso. Me sentía estafado. Desde entonces he procurado hallar vestigios de literatura no sujeta a parámetros de falsa transgresión, algo tedioso para los que hemos cronificado la ausencia de visiones que van más allá del límite estricto a la literatura de su propio país. Sigo avergonzarme de esta indigencia infringida, pero hago esfuerzos de rehabilitación ¿académica? y quizás pronto consiga caminar sin sujetarme a ningún saliente. Leer Las teorías salvajes ha sido un punto de inflexión. He purgado, al fin, el sometimiento al producto nacional bruto y sus homólogos  europeos.
4. Discursiva infraemeritus
Ya te hablé, Pola, en la carta apocopada que envié disfrazada de comentario a uno de tus artículos, de las obras octupusi. Ya dije bastante, incluso más de lo debido. Olvida aquello de que …hubo un tiempo en el que a punto estuve de alistarme en las filas… porque suena pretencioso y aún más, rabioso. Y no es así. Te pido disculpas. Pretendía describir el panorama literario de mi país, pero no dispongo de aparato crítico suficiente para hacer tal cosa. Soy no más que un lector sincopado aficionado a escribir. Te envié la dirección de mi disparatado blog, un lugar de paso donde me divierto con textos preciosistas. No tienen nada y tienen todo que ver conmigo. He sido un ingenuo al hablarte de esos escritores velocistas que publican sin someterse a ningún control antidoping. Ya sabrás de su existencia más que yo. El azar quiso que entablase amistad con alguno de ellos. Ahora son grandes escritores de lengua española. No me interesan. Tengo suficiente con haber sufrido sus obras durante tantos años. Estoy harto de guerras civiles contadas por niñatos. Me he cansado de tener que escalar sus libros apilados en montañas que saturan  el espacio de la librería, para llegar al pequeño estante que alberga lo extramuros, lo extraPOLAble.
Ayer una amiga se reía de mí porque le aconsejé que leyese tu libro dos veces seguidas. Lo llamó el holy book de José Antonio. Ya se hizo con él. Nos fuimos a la cafetería Lisboa y hablamos toda la tarde de literatura. Un placer.

José Antonio. Abril de 2011.