Mi último intento
de confraternización con el poeta provocó el incendio de todas mis hojas en
blanco y la muerte súbita de mi mano izquierda. Sólo nos vemos ahora si la
acera es estrecha y el tráfico intenso, para darnos un gran abrazo y seguir a
toda prisa olvidando aquel instante. Pero nos jode siempre la memoria a largo
plazo, la bruñida MLP que relumbra en vano. ¿Para quién escribirá ahora sus
poemas amarillos, sus manzanitas golden?,
siempre dedicadas a un par de buenos poetas. Y él pensará, supongo, que aún
sigo vivo y sin escribir demasiado.
En su casa terminó
todo, con un chico recién premiado y estúpido sentado enfrente. Fingíamos cenar
algo que no desprendía olor ni aroma. Sus libros, que no eran suyos, sino de
otros que murieron y donaron sus restos bíblicos
para ser viviseccionados por el pequeño poeta anatomista, debían protegerse de
cualquier olor abrasivo que desprendieran alimentos cocinados al fuego. Tampoco
permitía encender cigarrillos, ni eructar. Apareció su amante-ama de llaves y
mi amigo, una única persona que comprendía un tránsfuga fiel a su delirio
gravitacional y un individuo experto en introducir frutas y verduras en el ano
del poeta. Una extraña bestia, mi amigo, que me divertía y sacaba de quicio al
premiado, que cambió de sitio al volver del baño arrimándose al delfín.
Y todo terminó
porque a nadie, salvo a mí, se le ocurre hablar de pragmática con un par de coccinellas septempunctatas. Los
insectos que más simpatía despiertan en la palma de tu mano. Nadie osará nunca
aplastarlos con el pie o la yema de los dedos. Noli me tangere. Cuánta belleza. Te abruman, dejan de ser insectos
por un día. Son hijos de Dios. Son pura poesía.