miércoles, 4 de mayo de 2011

JUDITHA



El intervalo formado por la sensible y el cuarto grado por debajo (cuarta aumentada) o el cuarto grado por arriba (quinta disminuida) se llama trítono, es decir, tres tonos. Tiene una forma particular de sonar y fue observado con desagrado en la época del contrapunto estricto, en la que se le llamaba diabolus in musica (diablo en música). La aspereza de su efecto era mitigada o evitada con la consecuente habilidad. 
Walter Piston. Armonía. 


Mis dientes de leche desgarraban sus pezones, que habían alcanzado el tamaño de un dedo meñique. No le importaba, porque sabía que el poder de succión de mi tórax expandido era mayor que el de aquel instrumento en forma de bocina. Me obligó a mamar hasta los seis años. Alquilaba sus tetas a otras madres que estaban secas. Cuando en el pueblucho dejaban de parir me sacaba de la cama y pellizcaba mis nalgas para que siguiera de pie, entre sus piernas, con la cara aplastada contra aquella masa varicosa y cerúlea, estimulando el flujo día y noche. El camarero viene hacia la mesa. Le he pedido media hora después de sentarme un café solo. Me da asco la crema que flota en los vasos. La expurgo con las cucharillas y las vierto en los ceniceros. Tampoco me soportan en este lugar. Doy asco a los demás. Por alguna extraña razón aún conservo los mismos dientes de leche, deformes, como un embudo deseando salirse de la boca. Fumo echando la ceniza en el plato, no quiero que se empape el cigarrillo. Aún me dan más asco los ceniceros inundados de café. Juditha viene hacia aquí caminando, aunque le dije que tenía prisa. Ella que no quiso mamar y creció enjuta. La alimentaron con lo único que tragaba, pan duro y café negro hasta que la dejaron en el hospicio. Cuando la vieron llegar las monjas pensaron que le traían un reptil. Ha vivido reptando desde entonces. Los días de lluvia quedamos en este lugar para insultarnos. Repartimos la nada en dos partes. La porción de cada uno aumenta o disminuye según el odio que nos profesemos. La última vez que la vi traía dentro del bolso un jarabe, un líquido ferruginoso que la impedía morir de anemia. Tuvimos un hijo, un gecko. No sabemos nada de él. Juditha lo parió deprisa y se le escapó de las manos. Se marchó resbalándose hasta otro lugar. Puede que también, como nosotros, muriese ahogado en este bar de los sargazos. Los veladores tienen el mármol fracturado y las sillas se balancean dando chasquidos. La luz pasa de largo. Es un buen lugar para sentarse a morir aciago. Para notar que la sangre se oscurece y se pudre. Para sentir cómo las larvas eclosionan y licúan tu masa encefálica. Un buen lugar para sentir la oquedad de las vísceras. Ha entrado Juditha cubierta con una gabardina. Muda la piel y acostumbra a vestirse de sus despojos. Me ha dado un beso en la mejilla. Se queda mirando a sí misma. Durante años la he masacrado explicándole enojado el significado de sus propias palabras, y por eso ya no dice nada. Los gases desprendidos en mi descomposición la intoxicaron para siempre. Enciendo otro cigarrillo. El humo vuela hacia ella y se mete en sus ojos. Espera aún que la perdone por haberse marchado sin abandonarme. La conocí en los jardines de Bomarzo. Ya había desechado media vida. Le quedaba otra mitad, de la que yo me hice cargo enseguida. Me resultó atractiva. Reunía las condiciones para subyugar. Su cólera envolvía cualquier atmósfera y la enrarecía en unos segundos. Solamente sus ojos eran capaces de abrirte en canal. Vivió unos años rodeada de extractos binarios de una base de datos estatal que hacían las veces de padres y hermanos. Eran de goma. Los botó y salió de allí. Su organismo desorganizado le impidió vivir como una puta, nadie daba una mierda por horadar una esfinge grutesca. El camarero le pregunta si tomará una copa, no café. Se contrae como una oruga y empuja la mesa con los pies. Sufre trastornos motores. Pide salir de allí. Dejo unas monedas en la mesa entre cien bolas de servilleta y nos vamos. La lluvia sigue afuera, esperándonos. Caminamos a distancia, repelidos. Nos extendemos por la avenida como una epidemia. El mundo se cobija de nosotros en una madriguera. Allí organizan equipos, sociedades, ecosistemas, peceras, comunidades, paisajes endémicos, reductos, empresas, y mueren empachados de sí mismos. Juditha obtuvo sin esfuerzo otro hombre antes que yo. Un estibador que trabajaba de noche. Le dijo una sola vez que la quería. Lo ahorcó con un rudimentario juego de poleas y lo dejó suspendido bajo una grúa desguazada de la antigua estación portuaria. La lengua se le hinchó como a un batracio. Me dijo que su balanceo le recordaba a la cadena oxidada del water de las monjas. Lo dejó allí hasta que la cuerda cedió por la sobrecarga de fluidos. Días después arrastró su cuerpo desmembrado y lo arrojó entre las piedras del espigón. Ha dejado de llover. La miro por detrás. No tiene culo. Durante los años que vivimos juntos hicimos el amor dos veces. En una ocasión sin motivo aparente y la segunda dejándose llevar por un precario impulso reproductor. Sufría tremendos dolores en la vagina. Cuando llegó al orgasmo su columna vertebral se arqueó hacia atrás con tal violencia que rodó al suelo. Se quedó allí mientras yo dormía. Cuando desperté tenía sangre seca en las ingles. El hedor de su sexo había inundado la habitación. Recordaba ese olor, era el mismo que inhalaba entre las piernas de mi madre. Yo trabajaba entonces en un local de apuestas a dos manzanas del apartamento. Volvía de madrugaba y Juditha seguía despierta, con los mismos ojos de siempre apuntando a dianas móviles. Se detiene bajo un árbol. La alcanzo. Sujeta el paraguas con dificultad, el viento dispara una lluvia diminuta en todas direcciones. Me obliga a seguir andando. No sé hacia dónde vamos, la sigo sin más, y pienso de nuevo en el suicidio. En esa universal ecuación de infinitas variables. La mente es preclara cuando se constriñe en el abismo de las progresiones aritméticas. El binomio irresoluble de la caridad humana entre sujetos inermes sólo conduce al exterminio. Nadie ha sabido de las incógnitas de Juditha, de su capacidad para hacer de la línea recta una curva concéntrica, de su malestar ante lo resoluble, de su odio por las geometrías. Cuando la conocí sus células habían dejado de regenerarse. Moría de sí misma. Reuní dinero suficiente para dejarle hacer a ella. Bajo la gabardina escondía un revólver. Antes de citarla en el bar le advertí: no tengo tiempo para quitarme la vida, he de volver al trabajo. Perdí la razón en cuanto tuve conciencia de ella, del mismo modo que mi madre murió al darse cuenta de que se había quedado seca de forma irreversible. Axiomas que han devastado mi existencia. Valerme de una frágil intuición imitando un instinto de supervivencia del que no se te ha provisto me hizo envejecer prematuramente. Me adherí a Juditha como un parásito. Su oscuridad hacía que todo cuanto me rodeaba se desvaneciese en su inframundo. Devoraba cualquier cosa, también mi angustia. Se hizo cargo de un animal atropellado que pronto recuperaría la fuerza de sus mandíbulas. No me hice esperar. Miné su existencia con arrebatos de ira que ella transformaba en agente taxativo de su propia dinámica autodestructiva. Los recibía sin conmoverse, con la misma naturalidad que los cuajos de sangre que expulsaba cada vez con más frecuencia. Juditha me espera frente a un gran edificio. Me sujeta del  brazo y entramos juntos. Guardaba las llaves junto al revólver. No he estado nunca en este lugar, aunque su fachada me es familiar. Es de color blanco, decorado con cornisas y Atlantes de piedra tallada. Subimos por la escalera. Ha dejado el ascensor abierto. Entramos en uno de los pisos. Me ha dado tiempo a distinguir una placa dorada junto a la puerta. Cierra con llave. No responde cuando le pregunto qué hacemos aquí y quién es el dueño de esta casa. Desaparece y me deja en medio de un salón inmenso con una gran pecera. Está llena de agua turbia y no hay nada vivo en su interior. La depuradora sigue en funcionamiento y produce un ligero oleaje en la superficie. Flota un humus grisáceo, restos de comida putrefacta. Oigo ruidos que proceden de otra habitación. Juditha vuelve con una escalera plegable en forma de A y cinta adhesiva. Continúan oyéndose ruidos en otra habitación. Con un gesto me indica que me acerque a ella. Me sienta en uno de los peldaños de la escalera. Me ata ambas manos a las barras laterales. Aprieta con fuerza. No muestro resistencia. Una cálida sensación recorre mi cuerpo. Tengo una erección. Mi polla me hace daño atrapada en el pliegue de los pantalones. Ata mis pies. Ya no puedo moverme. Del otro lado se sienta Juditha y traba con fuerza tres de sus extremidades. Deja el único brazo libre colgando con el precinto color mierda de bebe en la mano. Emite un sonido parecido al orgasmo. Entra un joven en la habitación.  Tiene la boca pequeña y los ojos desorbitados. Suda. Saca el revolver del bolso. Le ata la mano y después nos une por el cuello dando vueltas al precinto aplastándonos la tráquea.. El gecko nos observa unos segundos. Detona el arma con el cañón dentro de mi boca.

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