jueves, 2 de junio de 2011

EPÍTOME

Como un insecto en su vaina listo para la vivisección, pasó la noche. Por la mañana se quedó despierto un buen rato, atenazado por una extraña sensación de frío calor, pávido ante la idea de sumergirse de nuevo en el orbe que infestaba su existencia obligándole a transitar de ordinario por el cenagoso entramado de las arterias de Madrid. Había soñado con su otro yo, sumido ingenuamente en el placer de una insidiosa conciencia onírica. Sueños enfáticos, al fin y al cabo, que convertían al hombre dúctil en un fauno, y del que no quedaba más cuando despertaba que una ráfaga inaprensible, presa de la terquedad de un pusilánime ávido de inapariencia. Su estómago se contraía y distendía en pausados movimientos peristálticos audibles en toda la habitación y semejantes al graznido de un pato. Miró de nuevo sus manos de mandril. Se apoyó en ellas para incorporarse y le provocaron un dolor insoportable. El ácido úrico cristalizaba en sus extremidades y le desgarraba como un arpón cada falange de los dedos. Se deslizó hacia arriba con dificultad y apoyó la espalda en la pared. Estiró los brazos y las articulaciones emitieron un chasquido sordo. Miró a su alrededor, a los restos de la cápsula quebrada de un argonauta inundada de libros expiatorios que le habían llevado a la absoluta desesperanza. Lecturas dóciles de novelas con denominador común; nauseabundos tratados de filosofía que se apuñalaban continuamente por la espalda; severos manifiestos de un niños ascetas; afrentas entre una ciencia empírica, taxidérmica, y compasibles credos ortodoxos. De cómo la locura se expande cada vez que su organismo inhala la fragancia absenta de un epítome.
La personificación de un sujeto anónimo suponía grandes molestias para la secretaria interina del primer piso. El cortejo de ánimas al que cada día malograba debidamente gracias a su adoctrinamiento estigio le llevó a pensar de sí misma que no ejercía un trabajo digno sino escasamente remunerado. Sus glándulas no secretaban saliva, se trataba de un líquido ácido y viscoso que le apestaba el aliento y teñía su lengua de un color indeleble. De ese aparato excretor era capaz de surgir la melodía precisa de una clepsidra o el más profundo exabrupto en consonancia al individuo a quien rendía cuentas. Llevaba sujeto al pelo una libélula de bisutería. Sus ojos avanzaban haciendo retroceder la nariz y la boca hasta hacerlas casi imperceptibles. Vestía un adusto traje de chaqueta color corporativo y unas botas de piel vuelta que limpiaba cuidadosamente con un paño impregnado de amoniaco antes de salir de casa. Ese olor la acompañaba durante el trayecto en autobús y desaparecía lentamente evaporado por el calefactor de su mesa. No habría pasado demasiado tiempo hasta que restregándose por las ciudades financieras cayera de nuevo en cualquier otro lugar ungida de un nuevo color corporativo. Pero aún permanecía allí porque debía morir.
Consiguió incorporarse y se quedó sentado en la cama. Quedaba muy poco, un tiempo que se consume tan rápidamente como los cigarrillos que apestaban su ropa. Saber que has de proceder le resultaba inhumano, porque cada acción se demarca en una imperceptible franja horaria, precisa en latitud y longitud, que atraviesa la tierra de un extremo a otro y corta con su eje afilado a los sujetos por la mitad. De esas mitades se construye un todo, un ser cercenado universal, un prototipo industrial que consume energía y genera riqueza. Un judío errante que gravita las coordenadas del planeta sumido en la propaganda cinética del sistema sexagesimal, y de la que es imposible huir atraído inexorablemente por la fuerza de una feroz gravedad que se alimenta del ínfimo peso específico del individuo aislado. Saber de sí le convertía en una presa fácil. Los demás se ignoran a sí mismos de forma sistemática y consiguen vivir en dimensiones que rozan la realidad tan sutilmente que pasan desapercibidos. Pero no poseía esa facultad. Sus días formaban parte de una muerte milimétrica. Nada sucedía en suma. Todo constituía la disgregación de su ser animado. Esta reestructuración cognitiva había degenerado en una presunción de culpabilidad, en el error de estar presente. Creía haber perdido el juicio porque nadie vivía en regresión, salvo él mismo.
La secretaria interina del primer piso ordenaba los expedientes de los operarios, del mismo modo que su inmediata superior ordenaba la pila donde se hallaba el suyo, y así ascendentemente hasta alcanzar las plantas superiores, donde todos los expedientes del edificio se generaban en estancias minimalistas a través de palimpsestos en los que se sobrescriben nombres y apellidos y cifras liquidatorias. Un indolente juego documental donde nadie sale ileso. La libélula que adorna su pelo, en aquella otra dimensión, no sabe nada del mundo que la rodea. Es un objeto inanimado que insufla aliento como un científico que conecta su puzzle orgánico a un pararrayos. La esperanza de vida de la secretaria no va más allá de unos meses. Su intenso dolor en la zona parietal es atribuido a las jornadas frenéticas de trabajo. La libélula, mientras tanto, se sujeta con una orquilla a la zona capilar que recubre un tumor, e induce un parasimpático efecto placebo asociado al culto ancestral a la belleza.
Salió del apartamento a primera hora citado por la secretaria, libélula y tumor de su empresa. Cronometró el tiempo necesario para tomar un café. Los hipoglucémicos, de manera inconsciente, poseen el instinto de consumir dosis elevadas de azúcares que reponen su glucosa. Reactivada la psicomotricidad del individuo aislado se dirigió deprisa a la parada del autobús circular. 

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