sábado, 19 de noviembre de 2011

El tanatorio dorado


A los provincianos nos gusta caminar temprano por Madrid. Un paseo desde la Gran Vía al Museo del Prado es algo inestimable, tanto como la cantidad de dióxido de nitrógeno que hemos sido capaces de inhalar en el trayecto y que ha de quedar para siempre en nuestro pecho. Y junto a ese plúmbeo recuerdo, el del extravagante desayuno en el Círculo de Bellas Artes rodeado de actores de televisión carentes de share.
Me recibe a la entrada de la ampliación del Prado la mismísima Catalina La Grande. Sí, aquella “fondona” ilustrada -su fondo albergaba la biblioteca de Voltaire- que se desplazó cómodamente en un trineo con biblioteca desde San Petesburgo a Moscú para convertirse en zarina, y que ahora los organizadores han denigrado condenándola a ser un mero chambelán a las puertas de la destartalada exposición de los “tesoros” del Hermitage. Des-propuesta convertida en refrito de obras maestras colocadas en fila india. Un deslucido paseo por las toallas de una concurrida playa de Benidorm. Un colapso, un Greco, un par de Rubens, un Caravaggio, ciertos Picassos, una pizca de Fabergé y algún que otro expresionista. Jarrones de jaspe dignos del mejor tanatorio de la M-30 y oro, mucho oro. No he notado el rigor de las estepas, y me hubiese gustado, pero el Prado se ha tomado tan en serio el frío siberiano que nos obliga a morir como San Lorenzo en estas minúsculas salas, por cierto, ignífugas. Así que decido sentarme y sofocar el calor abanicándome con un folleto de la exposición escrito en morse. La traducción vale cincuenta euros en la librería del museo, y es rústica. Me he acomodado, como Catalina en su trineo, frente a la Bebedora de absenta de Picasso. El síndrome de Stendhal parece no haber causado aún estragos suficientes y soy capaz de quedarme absorto ante este lienzo pintado del reverso en un anacrónico acto de reciclaje por parte del pintor. Me conmuevo observando cómo algo tan concreto y adscrito supera su estatismo y te abofetea dos veces. Me sigue dando miedo el despotismo de las obras de arte porque se dirigen constantemente a mí, y soy demasiado nada para rebelarme ante ellas. Termino agachando la mirada.


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