viernes, 22 de julio de 2011

HELLRAISER


Hace unos años me sodomizaba en una playa melanómana de Cádiz con el “Tinto de verano” de Elvira Lindo arrojado a cara o cruz en la toalla. Creo recordar que ese mismo verano colapsé además mi serotonina con otros pliegos susceptibles de papiroflexia como “El diario de Britges Jones” y algún que otro esputo de Rosa Montero. Historias de mujeres, hembras, féminas, dóminas… o como según cada ideología mutante quiera llamarlas… Cuántos desternillantes relatos de emanci-capadas- trabajadoras que sufren con el desdén de sus machos dominantes o llamémosles también poderosos intelectuales que sufragan cenas y viajes a Harrod´s cada dos por tres. Más de lo mismo venido a menos, historias finitas, mierda. Una literatura oleaginosa que busca la identificación de sus lector@s con las hilarantes señoritas que recrean manidas escenas de Almodóvar aspirando (de aspiradora) a una vida mejor.
Nada que ver con la historia que ayer mismo me contaba mi amiga Hellraiser, dependienta de las urgencias de un hospital donde pasar un fin de semana con encanto. No entiendo cómo El País Aguilar no ha publicado aún una de sus guías asignando estrellas a los lugares que en España más frecuentamos con toda la familia unida… En fin, al grano. Mi amiga sufrió un desencuentro con su pareja “estable” hace unos años y huyó despavorida de la ciudad donde vivían juntos, abandonando trabajo -altamente remunerado-, amigos, y red social en general (peluquerías, gimnasio, pastelerías, y deportes acuáticos). Cayó de bruces después de entregar su currículum mortis en el mostrador del povidona-bristot donde trabaja ahora. Mutada en El Ermitaño de Lobsang Rampa se alimentaba de té y arroz hervido para limpiar su espíritu de malos pensamientos y convertirse en la Clara de Heidi que algún día abandonaría su sillita embriagada por el frescor de la hierba y el tonificante aire de los Alpes. Pero entonces, y sólo entonces, por arte de birlibirloque la Consejería de Sanidad Andaluza destina a su exmarido al mismo hospital y lo sienta durante dos años frente a ella en lo que ahora sueña se convierta en una sillita eléctrica. 

sábado, 9 de julio de 2011

Obsolescencia programada


Anteayer recibí una nueva dosis de morfina, indolora. Hoy me derramo, como el plato de una planta regada en exceso, y tengo la sensación de pesar dos veces mi propio peso. Mi psicomotricidad es la de un gigantesco manatí con pequeñas perdidas de conciencia. Si te atreves a mirarme descubres que no sonrío, y que soy capaz de hablar con fluidez, aunque de nada importante.
Recuerdo que anoche me quedé dormido viendo la televisión, una película documental de dos horas de la que sólo pude ver la mitad, o incluso menos. Despertó mi atención el que hablasen de la “Obsolescencia programada”, un siniestro planning internacional articulado por Phoebus (que aún existe con otro nombre impreciso), consistente en producir artículos de consumo -una bombilla como ejemplo- de forma que su vida útil esté programada para su autodestrucción en el menor tiempo posible, obligando al consumidor a adquirir un nuevo producto con el fin de generar industria y reactivar la economía. Esta dinámica surge tras el krack del 29, se mantiene hasta nuestros días, y sostiene el sistema de consumo. Pude ver las primeras imágenes de mi vida de Edison, describiendo su invento (exento de caducidad) y cómo a continuación se emitían las imágenes de un pueblo americano donde celebraban con todos los honores la vida útil de una bombilla fabricada antes de la conspiración de Phoebus que permanece encendida desde hace 100 años en el recinto de un cuerpo de bomberos. No recuerdo más, sólo que me dormí indignado.
Hace unos días estuve en Berlín. No conocía la ciudad, ni tampoco el país. Ni visité la planta de Osram. La imagen de la ciudad perfecta me acompañó durante todo el viaje. Es el único lugar donde la vegetación se apodera de la ciudad. La invade (no es palabra heroica), y no al contrario. Un viaje en metro te sumerge en la oscuridad durante unos minutos y de pronto te traslada atravesando un bosque. Así. Pero Alemania fue el primer país en someterse a la Obsolescencia programada. Ahora siento confusión, un placer extraño. Hoy me he despertado con la obsesión de que un cuerpo de bomberos sufragado por el estado venga sigilosamente a aflojar el casquillo de una existencia obsoleta como la mía, demasiado programática. Las clases pasivas no generamos industria, me temo.