A los provincianos
nos gusta caminar temprano por Madrid. Un paseo desde la Gran Vía al Museo del
Prado es algo inestimable, tanto como la cantidad de dióxido de nitrógeno que
hemos sido capaces de inhalar en el trayecto y que ha de quedar para siempre en
nuestro pecho. Y junto a ese plúmbeo recuerdo, el del extravagante desayuno en
el Círculo de Bellas Artes rodeado de actores de televisión carentes de share.
Me recibe a la entrada de la ampliación del
Prado la mismísima Catalina La Grande. Sí, aquella “fondona” ilustrada -su
fondo albergaba la biblioteca de Voltaire- que se desplazó cómodamente en un
trineo con biblioteca desde San Petesburgo a Moscú para convertirse en zarina,
y que ahora los organizadores han denigrado condenándola a ser un mero
chambelán a las puertas de la destartalada exposición de los “tesoros” del
Hermitage. Des-propuesta convertida en refrito de obras maestras colocadas en
fila india. Un deslucido paseo por las toallas de una concurrida playa de
Benidorm. Un colapso, un Greco, un par de Rubens, un Caravaggio, ciertos
Picassos, una pizca de Fabergé y algún que otro expresionista. Jarrones de
jaspe dignos del mejor tanatorio de la M-30 y oro, mucho oro. No he notado el
rigor de las estepas, y me hubiese gustado, pero el Prado se ha tomado tan en
serio el frío siberiano que nos obliga a morir como San Lorenzo en estas minúsculas
salas, por cierto, ignífugas. Así que decido sentarme y sofocar el calor abanicándome
con un folleto de la exposición escrito en morse. La traducción vale cincuenta
euros en la librería del museo, y es rústica. Me he acomodado, como Catalina en
su trineo, frente a la Bebedora de absenta de Picasso. El síndrome de Stendhal
parece no haber causado aún estragos suficientes y soy capaz de quedarme
absorto ante este lienzo pintado del reverso en un anacrónico acto de reciclaje
por parte del pintor. Me conmuevo observando cómo algo tan concreto y adscrito
supera su estatismo y te abofetea dos veces. Me sigue dando miedo el despotismo
de las obras de arte porque se dirigen constantemente a mí, y soy demasiado
nada para rebelarme ante ellas. Termino agachando la mirada.