miércoles, 1 de junio de 2011

La morada de Circe. (Inconcluso)


            

     El hedor a cigarrillos y orina de gato no ha desaparecido aún de mi ropa. Mi primera reacción ya fue huir escaleras abajo durante la primera visita, cuando abrió la puerta y me abofeteó su olor y aspecto lamentables. Pero debía persuadirla de que me recibiese durante unos días, y para ello fue preciso saciarla astutamente de constantes brotes fingidos de ignorancia que estimulaban su discurso prepotente. De otro modo no hubiese obtenido nada, como le había sucedido en varias ocasiones a ciertos colegas insensatos que pretendieron acercarse a ella. Cómo llegué allí no importa, cómo desacredité a mis compañeros para adjudicarme la empresa tampoco, sería bochornoso relatar aquí el transcurso de un atentado periodista disfrazado de investigación. El reconocimiento es lo único que me ha importando desde el primer momento. Y ya basta.

Nada correspondía con la imagen que había creado de antemano. La imaginé sentada, erguida, con herramientas de escritura dispuestas sobre una mesa. Y lo cierto es que, a pesar de haberlo tenido todo, ahora sólo poseía un catre donde escribía a horcajadas en el reverso de folletos publicitarios, además de cientos de cajas de madera repletas de libros que asfixiaban la habitación; cajas de pescado que robaba en el mercado y cubría con papel de periódico. Las apilaba una encima de otras sin equilibrio y algunas se habían despeñado haciéndose añicos. El gato orinaba sobre todo lo que había en el suelo, mordisqueaba las esquinas de los libros y cagaba sobre las hojas que se desprendían de los legajos que habían golpeado el suelo. Nada de esto tenía que ver con ella. Arrullaba al animal con estúpidas canciones infantiles y le arrancaba serenamente las bolas de pelo con la yema de los dedos para arrojarlas al suelo. Me ofreció una taza de té abominable calentado en un cazo y casi no pronunció palabra hasta advertir el entusiasmo que le dejé entrever, propio de un insignificante investigador que se había propuesto extraer de aquellas entrevistas la constructio de una escritora cuyas obras habían generado tanta controversia durante décadas gracias a su implacable transgresión de lo convenido al género, la vida defenestrada de sus personajes y un desdén proscrito que turbaba a sus lectores hasta llevarlos al paroxismo convertidos en fieles bestias insaciables de los productos en serie de aquella pestilente morada de Circe.
Urbina era Checoslovaca, de origen judío convertida al catolicismo con catorce años en un orfanato de Praga. Doctora en filosofía, sus provocadores ensayos la llevaron a impartir clases en la universidad hasta cumplir los treinta años. Fue entonces cuando abandonó su carrera para dedicarse únicamente a componer narrativa. La crítica blandió su trabajo como una “labor compositiva” debido a la musicalidad que denotaban sus textos y conminó a cientos de especialistas entusiasmados por toda Europa a redefinir un género detestado por su obsolescencia. Casi toda su vida había escrito con pseudónimo. Un nombre ridículo que pasó desapercibido los primeros años para luego convertirse en el paradigma de medio siglo. Sus novelas eran traducidas a cualquier idioma, y surgieron hordas de escribidores que multiplicaban los intentos por aproximarse un ápice a su “estilo inverso” sin éxito alguno. Lo cierto es que sus obras conformaron un género sin precedentes, y convulsionaron el mercado logrando que hasta el más imbécil detentase alguno de sus libros, que la mayoría de las veces eran abandonados en sus primeras páginas. Dejó de publicar en 1970.

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Serendipia en una palabra que detesto porque se prodiga en el vergonzoso léxico cienticifista que hincha la lengua como una reacción alérgica. Pero debo reconocer que no he hallado ninguna otra que se adecue a lo que sucedió un par de meses atrás durante la visita a una librería de segunda mano camuflada entre los pequeños escaparates de numismática de la calle Toledo. Entré por casualidad, llamó mi atención un volumen de Athanasius  Kircher expuesto en un atril de la entrada. Entonces escribía un artículo sobre la biblioteca esotérica de Sor Juana que me encargó una revista mensual de supuesta “divulgación científica”, pero cuyos colaboradores se explayaban de madrugada en programas televisivos dedicados a la astrología y otras mierdas. No soy un gran lector, ni siquiera un lector ocasional, cualquier libro que ha caído en mis manos era extracto de las bibliografías académicas pertinentes a mi formación, tal vez ahora conclusa. He leído novelas, es cierto, pocas e insufribles, y siempre por pura cortesía al tratarse de regalos de buenos amigos sin escrúpulos. Una de ellas era de Urbina, la única que logró conmoverme y que a punto estuvo de llevarme a la torpeza de adquirir yo mismo otro ejemplar, a precio de oro, como hacen tantos y tantos incautos que me rodean y a quienes las editoriales inoculan reiteradamente sobrevalorados productos industriales malparidos en mesas de disección. No soy crítico ni nada parecido. No tengo criterio, sólo una mala leche de la hostia. Necesito desacreditar sistemáticamente, poner en evidencia, humillar si es preciso. De no haber sido así, cualquier otro ocuparía mi mesa en la redacción. Son malos tiempos y he sabido adaptarme a esta abrasiva dinámica de la prensa sin demasiado esfuerzo. 
El individuo que atendía la librería tenía las uñas sucias. Quienes manejan libros acaban con la piel destrozada porque la sequedad del polvo encurte las manos y les confiere un aspecto senil, artrítico y repugnante. Parecía un buen hombre a pesar de todo, diligente y educado, aunque hablaba demasiado. Era evidente que no vendía un carajo porque necesitaba impresionarme a toda costa en su afán desesperado por captar clientes. Un buen librero me habría ignorado después de entregar la mercancía, pero el buen señor se quedó a mi lado expectante. Quería decir algo. Seguramente nada que me importase en absoluto más allá del Kircher de los cojones. No pudo contenerse y se ofreció a compartir conmigo una confidencia. Le miré de reojo y arqueé la ceja para advertirle de mí. Pero franqueó mis muecas y fue a lo suyo.
- ¿Sabe, joven, que un ejemplar como el que tiene usted en la mano lo envié hace unos días a casa de la escritora Urbina?.
- ¿Para qué?, dije.
Y contentó en un susurro. - Pues para “eso” que ella hace…-
- ¿Qué es “eso”, joder…,  ¿a qué se refiere?.
- A sus “escrituras inversas”, ¿no lo sabía?.
La conversación fue a más. Aquel pobre imbécil conocía bien a Urbina. Fue su amante ocasional, un hijo de puta que se la estuvo follando y movía el ratón vilmente para desactivar el salvapantallas mientras ella estaba en el baño y leer a toda velocidad el texto que aparecía en la pantalla de su ordenador.

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Durante un mes acudí cada mañana a su apartamento. A veces me quedaba en el portal durante media hora tocando el interfono. Urbina consumía bromazepam y le costaba levantarse antes del mediodía. Se esforzó demasiado por complacerme. Ahora sé que no era cierto, porque la realidad es que se complacía a sí misma. Se hundía en la mierda y necesitaba dinero para subsistir, pero se trataba de una diosa, aunque bien pertrecha, y su rango exigía moldear con excelencia a su nuevo valido con forma de pusilánime redactor de obituarios. Pobre ingenua. Al principio sólo habló de sí misma. Dictaba su biografía sin que yo se lo pidiese. Le prestaba atención y garabateaba un cuaderno que tiré más tarde a la basura. Me importaban una mierda su vida académica,  sus viajes, su cordial correspondencia con escritores velocistas a quienes nunca se le practicaban pruebas antidoping, sus obrigados premios literarios, sus dolorosas menstruaciones. Las vidas no merecen contarse porque todos somos la misma persona recreada por un único pintor. El color y la textura pueden llamar la atención tanto o menos según la luz donde estemos expuestos. Entre un ser anónimo y una escritora no hay ninguna diferencia, tan sólo un rastro de babas.
El librero de la piel curtida me produjo una convulsión. Alimentó sin medida durante media hora la maledicencia potencial a la que vivo expuesto. Apresuró éste mi deseo incontrolable de urdir fastuosos descréditos desvelando  secretos que jamás donaría en ningún futuro a la ciencia, únicamente harían bulto en mi henchida mala fe. No cuestiono la razón de vivir en un lugar donde la carroña es el leitmotiv. Todo el mundo disfruta contemplando el horror de las vidas ajenas, y a veces les sugiere un bienestar del que por sí mismos no sabrían percatarse. Es tan simple que abruma. Mi cuestión es otra más simple aún, sentirme superior a los demás y aniquilar las vidas de los otros. Es divertido vivir al acecho apaciguando a la presa que voy a devorar.
Las visitas se hacían cada más insoportables. La cortesía y las confidencias me provocaban nauseas. Resultó tan mezquina que no tardó en revelar su experiencia con “el ábaco literario”. 

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