martes, 19 de abril de 2011

Encefalopatía espongiforme

Me vecina Paasilinna me ha regalado un pan horneado en su flamante panificadora doméstica. Tiene pepitas de cereal no identificado. He arrojado en la sartén una tremenda rebanada que untaré de queso fresco a las finas hierbas provenzales en una bacanal de grasa poliinsaturada versus vegana. Oígo, mi padre tiene puesto el televisor, cantar a Bob Esponja. Se ha quedado dormido y el canal transmite a destajo. Como no vivo (aún) en Las Hurdes sé que se trata de la sensación de la temporada, un paralelepípedo espongiforme que amansa a los niños cocinando happy meal´s. Con mi cereal y leguminosa tostada en la mano me acomodo al lado de mi gato en su personal e intransferible sofá y engullo mirando la pantalla mientras reservo mi alfombra de migas con un mantelito zen en las rodillas.
No reconozco al antihéroe subacuático en el frenesí audiovisual de mi infancia, repleto de pastorcillas abnegadas y niños encoñados que cubrían distancias imposibles. La familia bien avenida que formábamos un locutor batracio, una cerdita obesa y yo se ha ido al traste. Ellos sabían todo de mí, me enseñaron a mirar arriba y abajo, a izquierda y derecha, cerca y lejos. Pero Bob Esponja me sumerge en el insondable mundo del psicoanálisis. Demasiado para mí. Menos mal que he crecido…



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