Como hoy es el día
señalado por los católicos para recordar a los difuntos y he sufrido
estoicamente la desconsideración de que vertiesen sobre mí siendo bebé una
transustanciada cucharadita de agua corriente, actuaré de buena fe y redactaré
un lacrimoso obituario.
“Marisa y su
hermana vuelan con dirección a Barcelona sentadas detrás de mí. Desprenden una
fragancia tóxica, una especie de radiación que anestesia mi pituitaria, poco
acostumbrada a tener tan cerca un géiser de Chanel. He recolocado mi equipaje
de mano para poder mirar hacia atrás con discreción y dejar que en mi memoria
se cincelen las figuras de bulto de dos señoras policromadas de mediana edad.
Ambas han educado su voz en la estridencia, única forma, después de su perfume,
de que todo cuanta haya a su alrededor, personas y elementos, nos percatemos de
que existen. E la nave va.
La primera es muy
feliz con su marido. La hermana no tanto, porque con menor frecuencia hertziana
habla de su esposo en pretérito indefinido. Todo el pasaje tomamos nota. Poseen
tierras, coches de alta gama, chalets, hijos rubios que juegan al pádel… Sus
declaraciones de hacienda definitivamente son muy muy positivas. Describen su
viaje juntas a Nueva York del mes pasado porque París resultó en la última
ocasión muy aburrido y hacía mal tiempo… Y así fue como durante hora y media
nos abrieron su corazón. Y nos dejaron claro que ellas, gracias a la gestión de
sus maridos son las auténticas merecedoras del patrimonio universal.
- "Y recuerda,
Marisa, que no podemos salir del aeropuerto sin llevar a la yaya un sándwich de
Rodilla… que sabes que la encantan”.
Y el doloroso
recuerdo de aquel país que alguna vez quise creer ingenuamente fue de todos nosotros,
hermanos, salpica hoy de lágrimas mi rostro… A España, una y trina, que después de recibir Los
Santos Sacramentos y la bendición de Su Santidad El Papa sucumbió al poder de sus legítimos santos varones, maridos oficiosos de señoras con cardado de gusano de seda. A todos dedico mi más sentido pésame.
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