Le soy indiferente. Y tanto es así, que no ha
dejado de mirar a los cocoteros que rodean la piscina del hotel mientras he
bajado la escalera y arrastrado mi trasero por el poyo sumergido del jacuzzi
hasta terminar sentado junto a ella. Y no es mi gusto, sólo que donde está
postrada las burbujas parecen más enérgicas y espero obtener más beneficios en
el coxis. Agua con gas, oxígeno insuflado, placer de los placeres. Y sigo sin
entenderlo. Si cada uno de nosotros posee un sinfín de músculos faciales
capaces de infundir en quien te observa infinitas emociones, ¿en qué lugar
quedaron los impulsos nerviosos de esta señora?, ¿por qué su rostro sólo es
capaz de exhibirse como una máscara mortuoria?. Mientras asumo mi cero a la
izquierda, la descosida piel que envuelve a un octogenario teutón se sumerge no
sin esfuerzo también en la sopera. Y es cuando Petra Von Kant abandona sus
amargas lágrimas para revelarse en una incandescente Gunilla Von Bismarck y
obsequiar a él y sólo a él una sonrisa tan enorme que casi le desgarra el
rostro. Petra es como una moneda, sólo tiene dos caras, impertérritas,
inequívocamente alemanas. Y a mí me salió cruz.
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