Llegué a pensar incluso que
estaba tocado por la “suerte” de marcharse sin avisar. Estupefactos se han
quedado algunos cuando les hablaba de su mirada cadavérica imperceptible a ojos
de los demás; otros, estoy seguro, guardarán cortésmente mi excentricidad para
los futuros descréditos inherentes a la extinción del afecto, tan común en los
casos de confrontación con el
discurso paranoide de una persona desesperada. No me importó, seguí diciendo
idioteces y llorando con desdén o sin él, viendo que la única persona que amo
seguía inconsciente en la cama de un hospital rescatada por tubos de plástico conectados
a sofisticadas máquinas con display
azul ultramar. Sólo podía ver un cuerpo humano disolviéndose, injertado a las
raíces mecánicas de una planta venenosa e impregnado en notatum.
Después de dos meses vuelve
a estar a mi lado. Y la sensación de confort es apabullante al verlo despierto
relamiendo su vigilia, relacionando de nuevo ideas y objetos que se revelan
imprecisos, desafiantes. Hecho durante cuarenta años, si te deshacen de pronto
compruebas que las piezas desgastadas no encajan cómodamente. Buen momento para
elegir la transgresión, pero ante tanto esfuerzo decidimos construir de nuevo
el puzzle mirando fijamente las
plantillas, las fotografías, radiografías y registros de voz existentes, las
decisiones ya tomadas con respecto al mobiliario. Aún así le invito a todas
horas a viajar, a arrojar las representaciones por la ventana, a deconstruirnos
lentamente, a vivir sin tutorial, a improvisarnos de una vez.
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