martes, 18 de diciembre de 2012

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais



Para Károlain Jiménez-Mantsiou

Cuesta bastante creer que el público de La Scala abuchease a Cecilia Bartoli. Yo no estuve presente y por tanto no tengo el menor derecho a opinar sobre si realmente echó mano del temido falsete mientras cantaba “Non più mesta” de la Cenerentola. Pero sí puedo, en cambio, mostrar mi escepticismo sobre este asunto. Si estuviésemos hablando de algún aria inédita que durante su ejecución rebasó las facultades propias del ser humano en un frenesí por llevar la coloratura al paroxismo, mis dudas al respecto estarían justificadas, porque es propio dejar caer el peso de un “más difícil todavía” en manos de trapecistas y no sobre cantantes líricos. Pero se trataba del fragmento de una ópera que lleva dos décadas en su repertorio, algo que levanta mis sospechas sobre qué puede ocultarse detrás de este varapalo. Quizás no era más que una simple estrategia de marketing de su discográfica. Nada mejor que un buen escándalo para promocionar a los artistas, un recurso tan manido como recurrente  aún en los escenarios. Nunca lo sabré ni me importa demasiado. Y sobre las afrentas acerca de su arrogancia al compararse con María Callas o Caballé  me abstengo de hacer comentarios y lo dejo en manos de Berlusconi.
Mis dudas sobre este asunto se desvanecen el pasado día 13 en Madrid en El Auditorio Nacional, cuando presencio estupefacto cómo un pequeño David canoro abate de una sola pedrada al Goliat abarrotado que custodiaba un ejército de policías. Para colmo esta hazaña se había repetido unos días antes con su homónimo catalán, abatido también de un solo golpe en la frente. Quienes hablan sin haberla escuchado de su pequeña voz no tienen la menor idea del poder exterminador de ese arma blandida en un teatro. He asistido al enigma de un aparato fonador alienígena convertido en arpón que atravesaba la garganta de sus espectadores. He podido por primera vez en mi vida tocar con las manos notas suspendidas en el aire que cambiaban de color a cada instante, un espectro infinito que lentamente iba quebrando a las estatuas de sal que habían sentado a mi lado. “[…] Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-c brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir […]”.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Epístola abracadabrante.


Granada, 24-10-2012

Álgida Pola,

a cada buen escritor le viene dado un imbécil. Un individuo que redacta cartas reptantes timbradas con citas wikipédicas de dandis autolesionados que aspiran a inducir un shock conductista en su referente o víctima, adulada al tanto y dúctil de por vida. Mi profunda aversión por esos mecanógrafos prensiles y el temor a ser identificado con ellos me impide constantemente percutir el enter, impertérrito Señor y Dador de vida de tantos y tan nocivos excedentes binarios. Terrorismo epistolar, Pola, del que he de procurar eximirte.

Tal vez no debería seguir extrañándome a estas alturas cómo estando sentado en un extremo del origami de Deleuze y durante un pliegue arrebatador caí de bruces ante una escritora de Bariloche. Aún mayor paranoia sería pensar que a George Perec-Sans coiffeur, de seguir vivo, intentara explicar qué sucedió mientras me asía con fuerza a la esquina inferior izquierda de uno de sus puzzles, donde imagino en lugar de un paisaje naturalista, un aligator rampante que intenta de un zarpazo abrir la caja de Schöringer que contiene el jodiente gato vivomuerto. Bah!... Cuánto preludio iconoclasta para terminar pidiendo consejo a mi referente (que no víctima, of course!...)

Si plantease una pregunta comprometedora me hallaría, basándome en el instinto de supervivencia, ante una respuesta abracadabrante. Ya dije, te eximo. Creo acertar si pienso que te hallarás, Pola, inmersa en plena vorágine prosaica y me recrimino la osadía de escribirte a sabiendas de que no es buen momento para atender advenedizos. Aunque me puede la ingenuidad de pensar que quizás recuerdes aún al Gatorrampante de Granada y nuestra postrera amistad underBlogger. Sólo aspiro a que cuando exhumes tus correos mi carta no se haya descompuesto.

Y hoy te hablo del maltrecho poder coadyuvante de mis textos. Del selvático, intouchable y grosso corpus literario que me ignora. Del yo pusilánime que no puja en alza. De la compañía de un gato mientras escribo… Creo, pues, que en definitiva soy un escritor sin obra… Sine díe. Et fortuna iuvat audaces. Exhórtame, Pola.


Diógenes


miércoles, 4 de enero de 2012

Disonancias


Hace días que estudio el lied que Robert Schumann compuso con letra de Heine Hör' ich das Liedchen klingen”. Podría ser más pedante aún si me dedicase a describir su música conmovedora, pero, amigos, tengo medida y me seduce más emular a Norman Lebrech o Nicholas Cook reconstruyendo maliciosamente esas escenas de salón burgués con bandejas a rebosar de Ferrero´s Rocher y Mon Cheri´s. Pero, repito, tengo un saber estar, y lo celebro (aunque no lea a Carla Royo-Villanova). Y, tengan por seguro, omitiré cualquier referencia a las Disonancias de Theodor Adorno, porque entonces ardería París, y fin de la ocupación Romántica…
Lo cierto es que disfruto como un cerdo cantando este lied, basta ya de buenas formas. Me recreo revolcándome en el fango de lo cursi, de lo kitsch musical, y mando a tomar por culo lo poco que aprendí en la Facultad de Musicología. Porque ella es la culpable de que cualquier individuo de a pie vomite si le invito a escucharme cantar el lied de los cojones.
La contradicción que supone el que se hayan propuesto educar a una sociedad “no musicologada” es de un cinismo increíble. Eminentísimos señores catedráticos, me aburren tremendamente sus propósitos faraónicos: “una sociedad que no valora a Schumann es una sociedad desabrida, así que obremos gentilmente en pro de una revolución pedagógica que inunde de lieder  los pasillos del Lidl, pero desde la “excelencia”. Lamentable.
La moderna musicología aspira a convertirse en una ciencia -tal vez ya lo sea-, sin escatimar en gastos y por todo lo alto, con su Real Academia incluida. Pero tengan cuidado, porque tal vez la historia se repita y corran el riesgo de que las Generaciones del 27 venideras acaben también meándose en sus muros.  Es curioso, cuando alguien les pilla in fraganti adorando a los unos y trinos, es decir, a las tres B´s, hacen un requiebro y reconocen 'que toda experiencia musical forma parte de nuestra cultura'. Lo triste es que en cuanto te das otra vez la vuelta siguen volando en primera clase rumbo a los Festivales de Salzburgo a codearse con Gustavo Dudamel, e incluso aplauden que Josep Pons dejase a la provinciana OCG para convertirse en director musical del ilustre Liceo de Barcelona. No señor, no es justo, ni necesario. Si de verdad pretenden que la música culta en nuestro país arraigue del mismo modo que lo ha hecho en el resto de Europa, bájense los pantalones y escuchen lo que tengan que decir los que oyen a Camela, y asuman de una vez  por todas que Paquito el Chocolatero fue la canción que más dinero reportó a la Sociedad General de Autores el año pasado. No se quejen desde un palco, súbanse al gallinero y pongan un huevo de oro que seduzca a los perroflautas. Decir que es imposible luchar contra el hip-hop o Lady Gaga es un despropósito clasista. Si de verdad pretenden que toda música ocupe su lugar, apártense de vez en cuando del academicismo y conviértanse en la Rosa Luxemburgo de la música sinfónica. La espontaneidad de los gestos es el único modo de conciliar facciones. No hagan proselitismo, no apisonen los derechos universales de toda música o el vulgo perpetuará su imagen de reaccionarios, que, intuyo, es lo que realmente les pone cachondos. Indígnense de una vez y den una oportunidad a la música y a los músicos de la calle. Échenle alguna monedita de vez en cuando, por caridad.


jueves, 15 de diciembre de 2011

MLP


Mi último intento de confraternización con el poeta provocó el incendio de todas mis hojas en blanco y la muerte súbita de mi mano izquierda. Sólo nos vemos ahora si la acera es estrecha y el tráfico intenso, para darnos un gran abrazo y seguir a toda prisa olvidando aquel instante. Pero nos jode siempre la memoria a largo plazo, la bruñida MLP que relumbra en vano. ¿Para quién escribirá ahora sus poemas amarillos, sus manzanitas golden?, siempre dedicadas a un par de buenos poetas. Y él pensará, supongo, que aún sigo vivo y sin escribir demasiado.
En su casa terminó todo, con un chico recién premiado y estúpido sentado enfrente. Fingíamos cenar algo que no desprendía olor ni aroma. Sus libros, que no eran suyos, sino de otros que murieron y donaron sus restos bíblicos para ser viviseccionados por el pequeño poeta anatomista, debían protegerse de cualquier olor abrasivo que desprendieran alimentos cocinados al fuego. Tampoco permitía encender cigarrillos, ni eructar. Apareció su amante-ama de llaves y mi amigo, una única persona que comprendía un tránsfuga fiel a su delirio gravitacional y un individuo experto en introducir frutas y verduras en el ano del poeta. Una extraña bestia, mi amigo, que me divertía y sacaba de quicio al premiado, que cambió de sitio al volver del baño arrimándose al delfín.
Y todo terminó porque a nadie, salvo a mí, se le ocurre hablar de pragmática con un par de coccinellas septempunctatas. Los insectos que más simpatía despiertan en la palma de tu mano. Nadie osará nunca aplastarlos con el pie o la yema de los dedos. Noli me tangere. Cuánta belleza. Te abruman, dejan de ser insectos por un día. Son hijos de Dios. Son pura poesía.


sábado, 3 de diciembre de 2011

Poemas adhesivos


Ya no me gusta quedarme de pie en el metro y atusar mi pelo reflejado en el cristal de la ventana porque exhibe un poema adhesivo. Ni yo ni nadie del vagón se atreve a despegarlo y frotar con alcohol el resto de pegamento. Maldigo los versos de Mario Benedetti hasta Principe Pío. Los leo del revés, descuento palabras, identifico recursos manidos. Una lata de melocotón en almíbar. Quien han decidido por mí que la cultura debe estar en el trayecto de un metro es imbécil selectivo. Tan imbécil y selectivo como el metro del poema. …”estación en curva. Tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén”… Me apeo de la poesía adherente.


sábado, 19 de noviembre de 2011

El tanatorio dorado


A los provincianos nos gusta caminar temprano por Madrid. Un paseo desde la Gran Vía al Museo del Prado es algo inestimable, tanto como la cantidad de dióxido de nitrógeno que hemos sido capaces de inhalar en el trayecto y que ha de quedar para siempre en nuestro pecho. Y junto a ese plúmbeo recuerdo, el del extravagante desayuno en el Círculo de Bellas Artes rodeado de actores de televisión carentes de share.
Me recibe a la entrada de la ampliación del Prado la mismísima Catalina La Grande. Sí, aquella “fondona” ilustrada -su fondo albergaba la biblioteca de Voltaire- que se desplazó cómodamente en un trineo con biblioteca desde San Petesburgo a Moscú para convertirse en zarina, y que ahora los organizadores han denigrado condenándola a ser un mero chambelán a las puertas de la destartalada exposición de los “tesoros” del Hermitage. Des-propuesta convertida en refrito de obras maestras colocadas en fila india. Un deslucido paseo por las toallas de una concurrida playa de Benidorm. Un colapso, un Greco, un par de Rubens, un Caravaggio, ciertos Picassos, una pizca de Fabergé y algún que otro expresionista. Jarrones de jaspe dignos del mejor tanatorio de la M-30 y oro, mucho oro. No he notado el rigor de las estepas, y me hubiese gustado, pero el Prado se ha tomado tan en serio el frío siberiano que nos obliga a morir como San Lorenzo en estas minúsculas salas, por cierto, ignífugas. Así que decido sentarme y sofocar el calor abanicándome con un folleto de la exposición escrito en morse. La traducción vale cincuenta euros en la librería del museo, y es rústica. Me he acomodado, como Catalina en su trineo, frente a la Bebedora de absenta de Picasso. El síndrome de Stendhal parece no haber causado aún estragos suficientes y soy capaz de quedarme absorto ante este lienzo pintado del reverso en un anacrónico acto de reciclaje por parte del pintor. Me conmuevo observando cómo algo tan concreto y adscrito supera su estatismo y te abofetea dos veces. Me sigue dando miedo el despotismo de las obras de arte porque se dirigen constantemente a mí, y soy demasiado nada para rebelarme ante ellas. Termino agachando la mirada.